Aquel año no celebraría la Navidad, era la fiesta preferida de su madre, puede que también la suya y se atrevería a decir que la de su padre, incluso aunque el primer año que recordaba celebrarla había sido un total fracaso. Recordaba haber pedido unos patines durante meses y aquel año sólo recibió un cuaderno en blanco, estaba bordado y tenía las tapas hechas a mano, pero no tenía ruedas... Tampoco le gustaba dibujar ni escribir, intentó sonreír y estar de buen humor durante la velada, aunque sabía que su madre se había dado cuenta enseguida porque cada Navidad que siguió a aquella fue inolvidable y el cuaderno nunca volvió a verlo.
Nada de eso importaba ya porque su madre ya no estaba, ni esta Navidad ni ninguna otra, así que había pensado cambiar completamente la tradición casera e ir a cenar con su padre en un restaurante nuevo que habían abierto en el centro de la ciudad. Su mejor amiga se lo había recomendado, los dueños eran unos famosos organizadores de eventos y se habían asociado con varios chefs internacionales. Ella había estado en la cena especial de Halloween con su novio y decía que no podía explicarlo con palabras que había que vivirlo. Con esa presentación decidió que sería perfecto y después de reservar, llamó a su padre para darle la hora y las señas unas semanas antes. Intentaría cualquier cosa antes que volver a la casa de sus padres una Navidad tan vacía.
El día de Navidad no trabajaba, así que había aprovechado la mañana para hacer todas las cosas que quería, ir a la peluquería, hacer algo de shopping y darse un baño de espuma. Al entrar en el restaurante se quedó gratamente sorprendida: habían mimado cada detalle, las bolas de cristal resplandecían en tonos dorados por todo el techo, las cortinas de los grandes ventanales parecían sacadas de un cuento de hadas y por si fuera poco olía de maravilla. Su padre había llegado un poco antes y le esperaba en la mesa, cómo le indicó amablemente el maître, mientras la conducía entre un sinfín de mesas adornadas con cristales y guirnaldas y un vaivén de camareros con bandejas de plata repletas de manjares exquisitos.
“Feliz Navidad papá, habíamos acordado que nada de regalos, que serían unas Navidades diferentes” - le saludó después de fijarse en la bolsa que tenía a sus pies. “Feliz Navidad hija, espero que puedas hacer una excepción esta vez” - le contestó y pidieron una copa de champán para acompañar los entrantes navideños que tenían en su mesa mientras elegían el menú.
Mientras llegaba el champán, su padre insistía en que abriera el regalo y ella contrariada le pedía que olvidase las tradiciones capitalistas y admirase el entorno y la experiencia que estaban viviendo, aunque finalmente cedió y cogió el paquete. Sonrió, divertida pensaba que podría ser, ya que le resultaba extrañamente familiar. Rasgó el papel y al principio no entendía, a medida que lo habría sus mejillas se enrojecían, y entonces se dio cuenta de lo que era, ¡El cuaderno con las tapas hechas a mano! Después de tanto tiempo. “¿Cómo es posible?”- Le preguntó a su padre. “Ábrelo”- le dijo él. En la primera página se podía leer con la letra de su madre: “Eres el mejor regalo que se puede desear, firmado: mamá.”
Pasó las páginas, había fotos, notas y recortes, notas al pie de las fotos y dibujos, de todas las Navidades que habían pasado los tres juntos. Las fotos sosteniendo sus primeros patines, junto a la chimenea, disfrazada de elfo, abriendo otros regalos, comiendo marisco o cocinando galletas.
Alzó la mirada con los ojos aún anegados en lágrimas y le dijo a su padre: “Vámonos a casa”.
Y así lo siguieron haciendo siempre, porque sabía qué su madre siempre los acompañaría.
Escrito por Iria M. Bejarano